Obachan

Naoto Nakasone
5 min readSep 17, 2019

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La primera vez que vi a mi abuela tenía cinco años. Sinceramente no recuerdo muchas cosas de esa época en donde todo era más o menos el mismo lugar por el simple hecho de estar bajo más o menos el mismo cielo.

Viajamos a Japón con toda mi familia y, como un ascensor, un avión es un lugar cerrado que un niño entiende por una habitación a la que se entra en un lugar y se sale en más o menos otro.

Yo era la definición de un mocoso así que realmente me tenía sin cuidado el lugar en donde estuviera siempre y cuando hubieran bichos o ranas para perseguir. La única cosa que me dejó sorprendido, como si estuviera en una realidad paralela, es que a los niños de Japón no les podría importar menos Spiderman, Superman, o Batman.

Los superhéroes que admiraban eran diferentes, excéntricos, a mi corto gusto de corta edad. Por dar un ejemplo, uno de ellos era Ultraman, un superhéroe que, como Superman, se trataba de un extraterrestre. No tenía un pomo de rasgos humanos. Parecía un robot, como si la admiración que se podía sentir hubiera abandonado la pretensión de humanidad.

Mi abuela me regaló un carrito de Ultraman. Era uno de esos triciclos temáticos cancheros para que jugara en el pueblo. En una ocasión me tiré por una bajada con tal velocidad que golpeé una moto estacionada. Lo choqué con tanta fuerza que pensé que había sido la moto la que me había chocado a mí.

La segunda vez que visité a mi abuela fue para asistir al funeral de mi abuelo. Hacía 10 años que no la veía y estaba igual. Estaba por cumplir ochenta y ocho años pero podría tener sesenta, o mil. El aire con sabor a mar y la humedad de la montaña parece poner a todos en conserva. Son gente pickle.

Me enteré que la isla no cuenta con secundaria superior y, por ende, la gente joven se iba. Con escasas excepciones como mi primo Hiroki de veintiocho años, yo era uno de los pocos menores de cincuenta.

Era un pueblo de ancianos de posguerra, campesinos gruesos como un fardo de paja, ahí, sentados en el piso hace mil años y por otros mil.

El luto era más de mi madre que mío así que simplemente me dediqué a dar una mano en lo que se veía peligroso para esa población octogenaria. Arreglé el techo de la casa que construyó mi abuelo, que tenía goteras y partes flojas.

Por no dominar el delicado encastre que presumo que todo japonés tenía en la época de mi abuelo, las cosas se hicieron largas. Cada martillazo que daba aflojaba otra cosa. Mi mamá aprovechó y estiramos la estadía hasta que pudiera solucionar el tema del techo.

Por las tardes solía salir a dar una vuelta en bicicleta por la isla. Los cuervos aprovechan los vientos del atardecer para planear y mecerse en el viento. Debe ser el equivalente avícola a una hamaca paraguaya. Mi abuela vive casi en la cima del monte así que la bajada en bicicleta me da una brisa parecida, supongo. En lugar de una moto me topé con algo que no recordaba.

En la costa, del lado contrario a las casas, hay una playa volcánica. El mocoso entusiasta de documentales resuena en mí cada vez que pienso en eso. Las playas volcánicas tienen cráteres que, al bajar la marea, forman peceras naturales llenas de animales interesantes.

En esta isla también se retiró la marea y sólo quedaron los viejos en sus cráteres. La nostalgia actúo en mí como pecera natural y me quedé en cuclillas, jugando con los mariscos.

Como la noche no tolera la falta de juventud, pronto se hizo evidente quién había ocupado ese lugar: los gatos.

Los gatos ejercían de control de plagas para una comunidad enfática y agrícola que no les ponía cascabeles. Ninguno tenía dueño porque se daban el permiso de entrar a cualquier casa.

La comunidad de gatos aprendió a ignorar a los humanos habitando sus mismos espacios. Era muy diferente a las palomas que se ven en la ciudad o los cuervos que más bien se burlan de nosotros. La indiferencia que sentían por nosotros era como la que sentimos por quien se sienta en la mesa de al lado en una cafetería.

El único lugar con wifi de la isla era el puerto. Como reparaba el techo por la mañana y salía a pasear por las tardes, el único momento que tenía para conectarme era por la noche.

Era conveniente también por la diferencia horaria. De modo que si quería charlar con alguien en Argentina, o ver porno, el único lugar que tenía era el puerto público de la isla.

Era un lugar aterrador, no sólo porque el viento rozando bordes hacía un silbido espantoso, sino porque los gatos en celo de la isla se juntaban a gemir. La única fuente de luz era el de las máquinas expendedoras y mi celular.

Cada maullido parecía un llanto y cada sombra era un espíritu. De lejos, el puerto parecía reclamar a sus jóvenes.

La tercera vez que volví a visitar a mi abuela fue cuando falleció mi tío. La intención era llevar las cenizas de él a Japón pero al final no pudimos. Así que como ya habíamos sacado los pasajes, quedó simplemente en ir a visitar a la abuela y contarle que nuestro tío que estuvo desaparecido veinticinco años al final recién había fallecido hacía uno.

Según toda mi familia, yo era el único que se parecía a mi tío, quién, a su vez, era el único de su generación que se parecía a otro tío. Además del parecido físico, las características que compartíamos era ser los más altos de cada generación y quizá los más sensibles. O eso es lo que entiendo yo, cada vez que lo recuerdan como alguien muy contestatario.

Me gusta pensar que soy el heredero de una larga sucesión de tíos parecidos muy altos y sensibles que en su existencia sirven de referencia generacional.

Mi tío desapareció tras una discusión fuerte que tuvo con mi abuela. Se sentía muy oprimido por la comunidad del momento y aprovechó la primera oportunidad que tuvo para esfumarse con una novia.

Fue el verano que mi abuela comenzó a tener problemas de salud. Igual, a los noventa y pico de años tenés derecho a estar todo lo mal que quieras. Aparte, mi abuela recién tenía un principio de Alzheimer que, en combinación con su cuerpo todavía fuerte y sus amigas que también tenían principio de Alzheimer, aprovechaba para pasarse la tarde charlando de las mismas cinco cosas como si fuera la primera vez que se dicen.

Además de charlar diez veces de lo mismo, mi abuela me veía y pensaba que era su hijo. Debe ser cierto que soy parecido. Entre el sonido denso de las cigarras del verano, escuché cientos de veces a mi abuela decir en su dialecto:

-¡Volviste!

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Written by Naoto Nakasone

Borradores y cosas sin introducción, nudo o desenlace

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