El fin del mundo
Hace varias semanas que vengo tratando de escribir algo sin ponerme nervioso.
Parece raro. Por lo general no me lleva más de dos o tres días poder cerrar un texto para dejarlo en cola de edición con otras cosas que tengo. Suelo hacerlo así porque me cuesta mucho revisarlo apenas termino. Pienso que es perfecto porque acabo de parirlo. ¿Será que el dolor te nubla el juicio? Ni idea, igual soy hombre así que estoy hablando sin conocimiento de causa.
Este último tiempo fue diferente. Es una suma de cosas. En primer lugar, tomé un trabajo de monitoreo en una de esas empresas que tienen miedo que digan algo malo de ellas. Cada vez que alguien dice algo que pueda ser malentendido, una alarma suena en mi celular. Generalmente esto ocurre cada dos o tres horas.
Ese espacio de dos o tres horas podría utilizarlo para escribir algo breve. Sin embargo está ese ruido que me sigue. Me es imposible ignorar ese murmullo que suena cada vez menos humano. Hasta empecé a sospechar que estaba dentro de mi cabeza, pero no es así.
Hoy estaba sentado en un café tratando de escribir cuando sonó la alarma de monitoreo. Suele ser un pip suave que, si bien es molesto, también es fácil de olvidar. Hoy sonó más fuerte de lo normal. No demasiado, sólo un poco.
A la vez, en la mesa frente a mí estaba un grupo de jóvenes tratando de vender una estafa piramidal de manera telefónica a varias personas. Parece ser que estaban usando la cafetería como centro de operaciones o callcenter. Y la música estaba algo fuerte. Tal vez por eso comenzaron a competir con el volumen, escalando sus voces cada vez más y más hasta que uno realizó una venta. Colgó el teléfono e hizo una broma extasiado. No sé si podría describirlo con mayor detalle porque no quise mirarlo demasiado. Todos rieron con muchísima fuerza y aprovechando el envión de ese volumen siguieron hablando a los gritos.
Sé que no era sólo mi imaginación porque una chica que estaba estudiando se levantó y se fue porque no podía concentrarse. Miró con desprecio y se llevó sus cosas dejando su mesa disponible para un grupo nuevo de personas. Eran peores que los estafadores porque competían con ellos sin necesidad.
Supuse que por lo insoportable del ruido, tarde o temprano un empleado se acercaría a pedir que bajen la voz o ellos mismos se autoregularían con vergüenza. Sin embargo, lejos de eso pusieron música desde una computadora y una pareja de ancianos sudorosos se sentó en otra mesa cercana.
Estaban despeinados y muy brillantes por la grasitud de su piel. Hasta ese momento no había notado el calor que hacía. Me dió la sensación de que el aire estaba pesado y en él se podía ver las ondas sonoras oleando en el ambiente como esos espejismos que se forman en la ruta cuando hace mucho calor. Por mucho que intento no sentir estas cosas, esa pareja me pareció desagradable. Una mosca enorme, tal vez era un tábano, se posó sobre el hombro del anciano. Esas moscas hinchadas y grandes suelen ser molestas porque vuelan cubriendo mucha superficie buscando agua o podredumbre donde empollar. Cuando sienten que van a poner sus huevos, vuelan ruidosamente sin importarles sus vidas y el sonido circula por el lugar de manera más envolvente a razón de la superficie que intenta cubrir.
La mosca se posó sobre el anciano sudoroso como si se tratara de un cadáver y ya no pude negociar con mi disgusto. El zumbido del moscarrón se acopló al zumbido del tubo de luz, y al del aire acondicionado que no enfriaba nada. La gente seguía alzando la voz, y al haber tantas voces cada palabra se volvió más indistinguible que la anterior. Y el calor grasoso, y el cebo de los pelos, y los alientos que parecían jadeos ahora eran zumbidos como la mosca.
La mosca vibró toda entera, no sólo sus alas, toda entera. Y los zumbidos de la gente se fundieron en el aire mantecoso que vibraba visiblemente y ahora el piso se hizo polvo como la piedra gelifracta en el desierto. Y la grasa se secó de manera resinosa y toda la gente se deshizo en ondas.
Y ahora ya no queda nada.