Estaba en el bar de siempre.
Vacío, porque anunciaron tormenta. Solamente un par de habitués callados, leyendo o anotando en sus libretitas. Al final ni siquiera llovió.
De los otros sólo había una pareja que, por sus caras, se tenían que juntar sí o sí. Es bien sabido que uno se obliga a verse con el otro para verificar si surgen dudas o si todo es decisión tomada.
El tipo es la personificación del insomnio, la chica, con lentes negros.
No presté tanta atención a lo que se dijo, sino más a los volúmenes e intenciones. Sonaban como alguien agotado de escapar.
Al final ella se paró y dejó caer su alianza en la mesa que con un sonido metálico giraba como trompo.
El hombre que lloraba haciendo nido con sus brazos no notó que el anilló no dejaba de girar.
Quizá sí llovió. No lo sé, estaba intentando leer pero el silbido de la alianza no se detenía. No me podía concentrar. ¿Hace cuánto se había ido la chica lentes negros? ¿Media hora? Ya casi me termino mi café y el sonido sigue.
El brillo de su rotación formaba una aureola diminuta. Era hipnótico. Sin percatarme quise imitarlo con la mano para pedir la cuenta. El mozo habrá tardado cinco minutos en traerme todo y yo habré tardado cinco más en pagar.
Me levanté y me fui mientras el sonido constante de la sortija iba perdiendo sentido. El caso era similar a cuando repetimos una oración tantas veces que deja de tener sentido. En este caso era el sonido que muchas veces se escucha en los bares:
— Mejor no.
A lo mejor sí llovió.