La caminadora
Casi todos los jueves paso a buscar a León. A la salida de Shodō me suelen dar ganas de caminar. Siempre digo que “me agarra la caminadora” como si se tratara del efecto adverso de algún estupefaciente. La repito para que quede instalado en el conversar cotidiano como alguna vez lo estuvo “la chiripiorca” del Chavo del Ocho.
Es desde una época de aguas fuertes y dorayakis que nos conocemos con León. Entonces yo lo paso a buscar a la facultad y nos jugamos un metegol mientras nos acordamos de la chatarra en la que jugábamos en catequesis que tenía rotos los defensores.
Después caminamos elegantes pero apurados entre Recoleta y Shibuya. La gente nos ve pasar y sólo pueden ver un momento de nuestro andar, una impresión que con los años fuimos perfeccionando. Parecemos agentes secretos en medio de una persecución disimulada. Queremos ser partícipes de un mundo donde esa aventura es posible.
Siempre es así, porque sobre Santa Fe, pasando el Ichi Maru Kyu, los señores de traje no logran entender si somos jóvenes vestidos raros porque no nos interesa tener plata o porque nos sobra. Raro es el resultado de cierto balance. Si la vestimenta es muy corriente parecemos cadetes estresados, si es muy desprolijo entonces parecemos mamarrachos.
Supongo que ambos disfrutamos ese equilibrio porque provenimos de la misma sensación. Supimos ser los mocosos que siempre traspasaban los límites pero que en última instancia nunca estarían cometiendo maldades. El orgullo provenía de meterse en problemas y salir ideológicamente ilesos.
— Sí, saltamos la valla para atrapar las ranas de la pileta podrida, pero al menos no andamos matando pajaritos con la gomera— Siempre decía alguno de los dos.
—¿Y si te caes al agua?—El adulto responsable de turno siempre reprochaba.
— Me tiro a sacarlo — respondía el otro sin dudar un segundo, como si hubiésemos guionado todo.
Los adultos, cautivados por el heroísmo infantil, siempre nos dejaban ir sólo con advertencias.
Otras veces, cuando nos venían a agarrar de la oreja por alguna travesura, hacíamos una versión invertida del policía bueno y el policía malo: el criminal vicioso y el criminal honorable.
— ¿Quién le rompió el ventanal a los Rosales?
— Yo no fui, si estaba comprando golosinas en el bufet de Kazuo. Sabía que nos ibas a agarrar de la oreja como siempre, siendo violento— decía uno.
— Perdón, queríamos seguir jugando un poco, nada más, y sin querer se me escapó la pelota — admitía el otro.
De esta manera, el castigo sólo recaía en uno, en lugar de recibirlo ambos. Los adultos respetaban que uno de los dos hubiera asumido la responsabilidad de los hechos en contraste con el otro. Hacíamos el arreglo dependiendo de lo que necesitáramos en la semana. Si alguno había quedado para ir a jugar a la casa de otro amigo, iba a ser el criminal honorable. El que no tenía nada que perder iba a ser el vicioso.
Crecimos pensando en una actitud shōnen que con el pasar de los años no pudimos sostener del todo. A veces los malos ganan porque pareciera que la tenacidad es sólo para los niños. En estos días, hay cosas hechas a medias que me inspiran muy poco.
Parte de todas esas cosas a medias son los malos o, más bien, descubrir que no hay malos ni buenos. Lo más difícil de eso no es aceptar que no hay villanos a los cuales antagonizar sino darse cuenta que uno tampoco es de los buenos.
Quisiera poder involucrarme en el shodō como a mi mamá le habría de gustar. Sigo pagando las clases y hace unos meses me mostraba enfocado en ser cada vez mejor.
Hoy, entre todas las cosas que quiero hacer, sólo sigo asistiendo a las clases porque espero que por mantener la rutina mejore aunque sea un poco. Los profesores ya se dieron cuenta. Su entusiasmo por enseñarme se transformó en un horario mediocre por el cual reciben dinero. Quisiera haber arrancado de chico. Quisiera haber comenzado a hacer todo de chico.
Son los estímulos. No puedo seguirles el ritmo. Hay tantas cosas que desearía hacer y no domino. Siento que estoy en el cine con fotosensibilidad. Hago lo que puedo pero soy un factotum, un maestro de nada.
Para León es todo lo contrario. Un especialista que ha gastado su estímulo. Su sentido del humor, por el cual siempre ha destacado, tiene una torcedura. La ironía no descansa, como si fuese compulsivo. En un principio parecía que lo único puesto en riesgo al hablar sarcásticamente era su propia capacidad de hacerse entender. Hoy el riesgo es ludópata, pone su propia imagen pública como ficha de juego.
Son los estímulos. Corre más rápido que ellos. Nada le interesa lo suficiente, no hay revisiones. Su interés es cada vez más específico, su especialidad lo vuelve solitario, aislado. Como un insecto.
Cada vez que se camina es sobre la cuerda floja. Siempre está el riesgo de lanzarse al deterioro de lleno. Es como hacer shōdo, como contar un chiste. Caminar en la frontera vaga de un lado o el otro, hasta que un día nos toque ser viciosos u honorables.